En la cima del cerro

Fotografía:  Juan Carlos Mendizabal Fierro 

Desde tu amanecer impío hasta tu anochecer sombrío, tu magia embriagadora me domina. Cuando bajo temprano por la empinada cuesta que cuelga de mi puerta a comprar mi mañanera marraqueta, mil nuevas ilusiones iluminan como soles el estrecho camino hacia la centenaria tienda que solo vende pan de madrugada. Lejano y sonoro escucho el llamado de un pututo que ha adormecido para siempre el tañido añorado de las campanas del rocío. Entonces me apresuro a realizar mi compra vespertina evitando hablar con el vecino. Es la prudencia que antecede al miedo, el miedo del vecino de poder hablar conmigo.

Porque La Paz ya no es la misma. Se han apoderado de tu majestuoso imperio voces que no cantan el melancólico soplido de tu puna. Entre el adormecido Illimani y el quejumbroso Illampu no suenan más las heladas brisas cantarinas que enfriaban mis sueños pero despertaban mis días. Hoy solo se escuchan voces que gritan.

Habrán transcurrido siglos o simplemente años, habrán pasado los días entre el pasado y tu presente desconcertante y emotivo, desde ancestrales culturas quizás nunca conocidas, enterradas en tus manglares congelados a cuatro mil metros de altura.

De vuelta, apeando la bolsa crujiente del desayuno y en cansino ascenso, me pregunto cómo nos permitimos llegar a este ridículo extremo. Es todo un misterio. Solo la estridencia ventosa del alarmante instrumento quiebra el silencio; un pututo indio o un indio pututo.

Me doy la vuelta cuidando de no caer en el vacío y miro desde el cerro La Paz entumecida; la hoyada enmudecida.

Ensombrecidos entre oscuras y manchosas nubes grises , reposan durmientes el Illimani y el Illampu a lo lejos. Recostada La Paz a su regazo, ciudad por siempre amanecida, duerme apaciguada pero escucha estremecida el ruido delirante del pututo.

Pero en la cima del cerro, aún queda agazapado y límpido el cielo.