Grillo

La ciudad ya había enmudecido cuando me paré frente a la ventana para ver calladamente sobre el patio de tierra las cristalinas gotas de la lluvia primaveral. Los maceteros regados por el agua fresca, desbordaban de brillantes colores la inocencia de las flores.  Los arcos del corredor dibujaban con sus sombras, cadenciosas formas femeninas que simulaban movimientos gráciles a la luz de la lámpara encendida sobre el dintel de la puerta que comunicaba con el primer patio.

 El cielo cincelado de jaspes plateados penetraba la habitación sin tocar la puerta. La noche mustia invitaba a salir a disfrutar de su quietud mojada, a respirar su aroma impoluto, a rasgar el húmedo sopor que emanaban los helechos imperdurables, a entregarse a su mágico encanto aquella noche. Las matas crecidas, ocultaban la timidez de los grillos que apenas susurraban sus cánticos vespertinos, armonizando a ratos con el coro litúrgico de los sapos singularmente reunidos debajo mi ventana.

Juangrillo el mayor estaría reposando su posesiva promiscuidad diaria con las chirriantes hembras de su harem sonoro mientras me contemplaba cansino a través de mi ventana. Como de costumbre, después de la incansable cópula, iniciaba con las concubinas su estridente banda de música.  Sus notas conjugaban los arpegios que la lluvia emanaba como un sortilegio al compás del movimiento de las nubes fugazmente enrarecidas, mientras el cielo se pintaba de astros a lo lejos como un poema proscrito de Neruda.

Las constelaciones penetraban incandescentes a reposar en mi cuarto y se reflejaban en el espejo a mis espaldas, iluminando con su mágica luz todo el recinto.  Mi pensamiento se confundía en ese entorno fascinante que entremezclaba el sonido exterior de los grillos y la fricción estridente de las cigarras con el esplendor que desprendían las estrellas nacientes en el firmamento.  Sin duda, eran la lluvia y vos.