Caminando calle arriba, envuelto en sucias mantas iba Julián arrastrando los pies cansinos, vestidos en rojas zapatillas, revoloteando los charcos, embarrando caprichosamente sus pantalones raídos. Había dejado de llover ya tarde por la tarde mientras su humanidad deambulaba perdida entre la niebla y la posible borrasca. Había una separación notoria entre su cuerpo y su vista ensombrecida. Sus ojos no miraban, solo seguían el sin fin del camino.
Fotografía: Juan Carlos Mendizabal Fierro
Marcado su pobre destino, detrás suyo, guardando prudente distancia, a paso lento caminaba un perro olfateando el barro derruido que a su espalda dejaba el hombre inadvertido. Julián tan distraído, no reparó en él un solo instante, no sintió siquiera su presencia. Pero fiel a su instinto, el perro, no dejó de seguir su huella ni un momento.
Luego, intempestivamente, la ciudad vino a su encuentro, con escasas luces reflejadas en las baldosas frías de cemento.
Cansado el hombre y cansado el perro, buscaron uno detrás del otro un rincón donde apostarse libre del viento húmedo que calaba los huesos. La noche se había agazapado lentamente junto a ellos y apenas consiguieron acomodarse bajo un extraño techumbre que no llegaron a distinguir en la penumbra. Tendió al fin sus mantas, con un ademan de pulcritud proscrita mientras la humedad mesclada en la ventisca le apuraba a sorber un tanto el agua enriquecida de licor. Era una sensación que apaciguaba el hambre y adormecía melosamente los sentidos. Al final el sueño venció al hambre y al alcohol y su cuerpo totalmente rendido, cedió a un sopor profundo.
El perro vigilante no dormía aún, pero con los ojos cerrados, su fino olfato escudriñaba, alrededor del hombre, un olor enrarecido. Y el hombre consentido, cuyas sienes de un aura luminosa se cubrían, reflejaban en el cielo, su señorial figura ahora dormida.
El animal finalmente sucumbió al cansancio y se sumió en agobiante sueño. Todo empezó con el ulular de las Sirenitas Voladoras que ornaban el cielo con sus espectaculares colas multicolores. Su acompasado vaivén impulsaba el raudo vuelo. Los pechos desnudos bamboleaban libres en el firmamento haciendo un conjunto perfecto con sus sedosas cabelleras ondulando en el cielo. Desde una Nova fosforescente y lejana miraban acechantes los Caballitos de Mar. Sus melenas se mecían desafiantes ante la arremetida sideral de las hembras diminutas. Un enjambre de estrellas destellantes separaba el universo de aquella majestuosa voluptuosidad iluminando el espacio infinito.
Entonces vio reflejada en aquella inmensidad del universo una tez blanca y brillante, enmascarada con una barba rojiza descuidadamente crecida. Posiblemente era la imagen de Dios semidormido cuyos párpados cansinos se reflejaban en los párpados adormecidos del mendigo, proyectándose en la luz del infinito. Y mientras más se aclaraba la imagen con las luces del alba matutina, los rasgos omnipotentes se asemejaban más a él. Sí, sin duda era él, el amo al que había seguido sumisamente y en silencio y que ahora dormía apacible bajo la banca azul sumida su alma en un bendito sueño estrellado.
Entonces despertó el perro y sabiamente entendió que llegó el momento de abandonar al hombre para siempre, ya su destino estaba señalado.
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