Un enjambre de avispas negras volaba amenazadora ensombreciendo la luz del atardecer que se filtraba a través de las hojas fosforescentes de los inmensos árboles de almendrillo. Su raudo vuelo se enredaba entre el denso follaje que circundaba a los gigantes, testigos omnipotentes del fulgor de la selva. Un zumbido continuo acompañaba al conjunto mientras seguía la circunscripción armoniosa demarcada por la jungla casi impenetrable.
Los micos que a un principio se balanceaban juguetones entre los verdosos mapajos, se apresuraron ansiosos a ganar las altísimas copas de los rojizos almendrillos. Pájaros diversos levantaron vuelo acompañando el bullicio de los loros dibujando en el cielo un espectáculo multicolor. El ruido se iba tornando estridente a medida que todos los animales se ponían en estado de alerta buscando una escapatoria. Algunos lo hacían sigilosamente casi en absoluto silencio.
Era el peligro acechante del enjambre que se había despertado aterrado ante el ruido ensordecedor de los gigantescos mounstros que amenazaba de lejos a la colmena. El instinto las reunió de inmediato en torno a la Reina que ya había abandonado su meloso refugio y convirtieron su huidizo vuelo en una chirriante nube negra que fue internándose en lo más profundo del bosque. El santuario venerado de miles de diversas especies de monos y otros animales silvestres estaba ahora amenazado. El enjambre simplemente seguía el rumbo trazado por la madre Reina sin percatarse que su a su paso sembraba horror y muerte.
Machía, la mona nogenaria y eterna orientaba con desesperantes chillidos la fuga de la manada, especialmente de los más pequeños, sin embargo muchos fueron cayendo, sorprendidos en medio de la nube asesina. Pero no fue el enjambre en instintivo vuelo la causa provocada de la muerte.
Era la mano del hombre que desgajaba inmisericorde la jungla a lo lejos.
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